“Por encima de todo, vístanse de amor, que es el vínculo perfecto«
(Colosenses 3:14 NVI)
En momentos de angustia mi alma se quiebra, mi valentía se doblega y mi porte de mujer guerrera ya no existe más. Las lágrimas no corren por mis mejillas, pero en mi interior hay una cascada indomable que amenaza con llevarse por delante lo que encuentre a su paso.
Mi Señor es mi fortaleza, mi escudo, mi protección. Su gran poder se extiende sobre mi y sobre aquellos que amo con todas las fuerzas de mi alma. Mi enemigo es invisible y si que sabe cuales son mis debilidades; conoce a quien y como utilizar para hacerme daño. Caigo, pero vuelvo y me levanto, acomodo mi corona y avanzo con dignidad. Tengo quien me defienda, Él es por quien vivo, a Él le debo mi propósito.
Las heridas son profundas y existe un afán de sanación rápida y efectiva; pero vuelven y sangran y eso hace más compleja la tarea de que la cicatriz finalmente deje de doler. Somos tontos, negociamos nuestra libertad, atamos nuestro corazón voluntariamente a una existencia sin esperanza. Pedir perdón se convierte en una muletilla que sin decisión de cambio es vacía y sin impacto.
La maldad existe, no es una utopía. No tengo elección más elección que resistir, luchar, huir, intento ignorarla y en ocasiones gana la batalla; pero la guerra ya ha sido alcanzada por el que una y otra vez me redime y me rescata de la muerte misma. Me aferro a sus promesas, su verdad, su justicia y su salvación. Me rehuso a vivir con miedo y doblegada; si Dios me ha hecho una mujer libre, ¿porqué debo renunciar a sentirme tranquila y en paz en cada paso que de?… Todo me está permitido, pero no todo es para mi bien y eso incluye no dejar que nada ni nadie me domine o me menosprecie.
El amor es paciente, es bondadoso, no es envidioso, jactancioso, ni orgulloso. No se comporta con rudeza, no es egoísta, no se enoja fácilmente, no guarda rencor; debo confesar que es una palabra difícil de llevar a la práctica, más cuando la otra persona toma desafortunadas decisiones por dejarse llevar de las traicioneras emociones, arrastrándome a sentir lo que no quiero, a pensar en lo que no debo y a renunciar a lo que tanto anhelo.
Mi amado me ha revestido de una poderosa armadura. Con ella, mi corazón está resguardado de los duros golpes de la vida. Mi mente, mi alma, mi esencia, lo que soy y lo que no; mi presente y mi futuro, le pertenecen. Mi amado me trata con delicadeza, cuida sus palabras, sabe que soy frágil pero no débil; me enamora con su espiritu indomable y protector. Me rindo a sus pies, como muestra de reverencia yo le alabo y fielmente le entrego mi confianza, porque se que en Él puedo confiar… Mi amado dio hasta su último respiro por mi y yo no lo defraudaré… su nombre es Jesús.
“Por la mañana hazme saber de tu gran amor, porque en ti he puesto mi confianza. Señálame el camino que debo seguir, porque a ti elevo mi alma.”
(Salmos 143:8 NVI)