Comenzó el sueño del mundial y con él la algarabía, la expectativa y la denominada “fiebre amarilla”, disfruto ver que la gente sonríe y se pinta la cara, que hay un desborde de alegría en cada rincón del país, pero lo que más me alegra es que cada colombiano experimenta el despertar de un orgullo patrio y un optimismo que le ayuda a distraer la mente de los problemas, así sea por unos efímeros minutos.

Todo se mueve en beneficio de la selección porque: ¡hay que apoyarla!, dice el hincha anónimo que enfocan en la televisión, apretujado entre varias personas que saltan frente a la cámara y sacuden banderas, haciendo gala de su pasión y sentimiento por el llamado “equipo de todos”, al unísono se escuchan los gritos: ¡Colombia!, ¡Colombia!, ¡Colombia!.

Es hermoso ver como el costeño abraza al cachaco y éste a su vez se abraza al paisa, y todos nos abrazamos unos a otros porque un gol se debe celebrar, y nos reconocemos los unos a los otros como hermanos y hasta se nos pasa por la mente y el corazón la frase: “Los amo a todos, todos somos Colombia”, definitivamente cuando se habla de fútbol todo es más pasión y menos técnica.

Para ser honesto, después de terminado el partido debut de las eliminatorias me embargó una sensación agridulce, y no sé si soy un aguafiestas o tengo dañado el chip de la “fiebre amarilla” o soy un antipatriota, pero me llegó una idea a la cabeza que no me dejó saborear del todo las mieles del triunfo.

Me gustaría que todo lo que inspira unas eliminatorias para un mundial y cualquier certamen de esta magnitud, también lo inspirara nuestro amor por DIOS, que saliéramos brincando por las calles gritando: ¡JESÚS!, ¡JESÚS!, ¡JESÚS!, que nos pintáramos la cara con su nombre y que nos abrazáramos en el estadio (léase iglesia) llenos de júbilo por cada amén.

Quiero que todos salgamos de la congregación y sigamos hablando de lo que escuchamos en la prédica, que se hagan comentarios sobre nuestra experiencia con DIOS en la alabanza, lo maravillosa que fue la oración y que aunque el enemigo nos quiso jugar una mala pasada cuando el celular timbró, el Espíritu Santo se barrió y le quitó la pelota, apagando el aparato.

Quiero tener puesta su camiseta cada fin de semana y de ser posible todos los días, porque me enorgullece decir que soy su hijo y que le sigo con un amor, un fervor y una reverencia casi irracional, con muchas más pasión y menos técnica. Quiero llegar a prender la tele para ver en repetición cada jugada del SEÑOR, cada gol, no quiero perderme ningún comentario.

Sonaré mi vuvuzela y gritaré: ¡Dale CRISTO, dale!, le quiero alentar hasta la muerte, porque sé que le mete goles a mis defectos y luchas, porque me regala esperanzas nuevas cada minuto, porque me recibe en las mañanas con el canto de los pájaros, o la lluvia en la ventana o los rayos del sol, porque me abraza todos los días y me alienta a ser mejor, porque me ama a pesar de mí mismo. Porque JESÚS es mi elección, no mi selección.

Escrito para www.conectadosconcristo.com