Escrito por Lilo de Sierra

“Hagan lo que hagan, trabajen de buena gana, como para el Señor y no como para nadie en este mundo, conscientes de que el Señor los recompensará con la herencia. Ustedes sirven a Cristo el Señor.

(Colosenses 3:23-24 NVI)

A muy temprana edad, practicaba hasta el cansancio para convertirme en una gran cantante. Mi voz era agradable, pero mi memoria era inoportuna a la hora de pararme en un escenario, era el enemigo más cruel que una persona pudiera llegar a tener.

Mis tíos paternos, solían decir que a mi papá le pasaba algo similar y crecí justificando mi debilidad con la primera herencia en vida de mi padre olvidadizo.

Ignorando ese pequeño defecto, he intentado varias veces, superar mis temores, segura de que aunque no memorizaba las letras de las canciones, había sido privilegiada por Dios, con una potente y hermosa voz.

Para celebrar el aniversario de la Empresa en la que trabajo, se organizó un concurso de talentos hace un año y medio, hice la audición y como era de esperarse, pasé a la final. Por ser un concurso de alta categoría, la compañía contrató un asesor de técnica vocal, un teatro con gran capacidad, luces, técnicos de sonido y utilizó alta tecnología para transmitir a nivel nacional, las presentaciones de cada uno de los artistas que participaríamos en tan magno evento.

Junto con unas amigas, mis compañeros de trabajo, mi familia y uno de los mejores estilistas del país, me preparé en todos los sentidos, quedé divina, estaba lista para ganar aquel concurso, pero a pesar de que las expectativas eran muy altas, al salir a tarima, olvidé la canción, hice el “oso” y salí totalmente avergonzada de aquel lugar.

Sentía vergüenza, esa era mi corona. La culpa me perseguía, había defraudado a mi familia, amigos y compañeros. Me enfermé de la ansiedad de saber que debía regresar al trabajo y después de ese bochornoso incidente dar la cara a aquellos que habían confiado en mí. No faltaron los comentarios mal intencionados, pero fueron más las palabras de aliento que llegaron a mis oídos ese día.

Decidí no volver a cantar más, para evitar los señalamientos y el que dirán de los demás. Olvidé que mis talentos no me pertenecen, sino que fueron otorgados por Dios para glorificarlo y exaltarlo a través de mi servicio. Es Él quien decide, en dónde, cómo, con quién y por qué debo usarlos.

Con la intención de evangelizar y dar a conocer las buenas del Señor en la oficina, se han conformado varios grupos de oración. En uno de esos segmentos, fui invitada a participar en la alabanza. El miedo a equivocarme invadió mi corazón y al escuchar la propuesta no pude evitar sentirme confundida, me cuestioné del porqué de esa invitación, si aún era recordada por aquel incidente y concluí que era Dios quien me llamaba a servirle y que yo debía obedecer de manera inmediata.

Me he presentado en dos ocasiones y las dos veces me he equivocado, sin embargo los sentimientos de derrota han desaparecido, es el Señor quien ha brillado por encima de mis debilidades y me ha invitado a perseverar, a mejorar y esforzarme por perfeccionar mi talento para ser utilizado para su obra.

Ya no se trata de mí, de lograr la admiración o el reconocimiento que mi vanidad pueda alcanzar. Sino de aquel que me ama como soy, confía en mí y me ha comisionado para llevar su palabra hasta el último rincón del mundo.

Fuimos elegidos para el cumplimiento de un plan divino.  El camino más fácil al fallar, es renunciar y no intentarlo más. Visualizar las oportunidades de mejora, no rendirnos y librar la batalla en medio de las situaciones difíciles de la vida, es la clave para que Cristo brille en nosotros y nos ayude a conquistar de manera sobrenatural lo inimaginable y lo imposible.

“Por lo tanto, mis queridos hermanos, manténganse firmes e inconmovibles, progresando siempre en la obra del Señor, conscientes de que su trabajo en el Señor no es en vano.”

(1 Corintios 15:58 NVI)

Escrito para www.conectadosconcristo.com